Érase una vez en un pequeño pueblo, un niño llamado Mateo que siempre soñaba con tocar las nubes. Pasaba horas mirando al cielo, imaginando lo suave que sería su tacto y lo divertido que sería jugar con ellas.
Un día, mientras Mateo paseaba por el campo, vio una nube muy baja y decidió intentar atraparla. Extendió sus brazos lo más que pudo, saltando y tratando de alcanzarla, pero la nube se movía justo fuera de su alcance.
– ¡Vamos nube, déjame tocarte! -exclamaba Mateo emocionado.
La nube, sorprendentemente, parecía estar jugando con él, moviéndose de un lado a otro como si estuviera bailando.
Decidido a hacerse amigo de la nube, Mateo pensó en una idea brillante. Corrió hasta su casa, agarró su cometa y la lanzó al aire, viendo cómo subía y se movía con el viento.
– ¡Mira nube, también puedo volar como tú! -exclamó Mateo con entusiasmo.
La nube, como si entendiera las palabras de Mateo, descendió lentamente hasta quedar a la altura de la cometa. Mateo corrió emocionado hacia ella y extendió su mano con cuidado, sintiendo por fin la suave textura de la nube.
– ¡Lo logré, soy amigo de una nube! -gritó Mateo emocionado, mientras la nube parecía sonreír en el cielo.
Desde ese día, Mateo y la nube se volvieron inseparables. Jugaron juntos, compartieron secretos y crearon las formas más increíbles en el cielo. Los vecinos del pueblo, maravillados por esta amistad única, comenzaron a mirar al cielo con alegría, sabiendo que allí arriba, un niño y una nube vivían las aventuras más emocionantes.
Y cuentan que si miras con atención en un día soleado, podrás ver a Mateo y su amiga nube, viajando juntos hacia nuevos horizontes, recordándonos que la amistad puede encontrarse en los lugares más inesperados.
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